Comentario
Cuando llegó Giambattista Tiépolo a España, en junio de 1762, acompañado de sus hijos y ayudantes, Giandomenico y Lorenzo, era un pintor ya mayor, con 65 ó 66 años, pero seguía siendo considerado el mejor decorador de Europa. Por ello se le había llamado a la Corte de España, a fin de sustituir como decorador a Corrado Giaquinto que, achacoso y cansado, se había retirado a Nápoles, de donde ya no volvería. Tiépolo había dejado muestras de su gran y espectacular manera de pintar en todo el norte de Italia, desde Udine y Milán hasta Vicenza y su natal Venecia. Asimismo, había dejado algunas de sus obras maestras en los techos del palacio del príncipe-arzobispo de Würzburgo en Baviera. Había pintado también cuadros para las cortes de Inglaterra y de Rusia. Era, pues, una figura indiscutible.
Pero cuando llega a España se encuentra con un ambiente que no le va a ser nada favorable. La venida a España el año anterior de la otra gran figura del panorama pictórico europeo, Antón Rafael Mengs, iba a crearle a Tiépolo no pocas amarguras. La rivalidad y desdén mostrados por Mengs y por sus seguidores hacia la obra de Tiépolo fue constante, así como la incomprensión de los medios oficiales. Y es que, evidentemente, representaban dos sensibilidades distintas. La pintura de Tiépolo era todo grandeza heroica y lírica al mismo tiempo, la sublimación del rococó sobre la vena caudalosa del gran decorativismo veneciano. Mengs era todo razón, orden, dibujo, esencia, y sus criterios poco a poco se iban imponiendo entre pintores jóvenes y amplios sectores de la Academia.
La actividad decorativa de Tiépolo, ayudado por sus hijos, se centraría durante la década de los sesenta en los techos más importantes del Palacio nuevo. Al parecer, el primero de los frescos ejecutados sería el del Salón de Alabarderos, donde representó a Eneas conducido por Venus al templo de la Inmortalidad (hacia 1762-64), dentro de la más espectacular escenografía alegórica. En la Saleta de la Reina plasmaría El Poder de la Monarquía Española, con un programa de exaltación retórico-política. La culminación de su arte, y de las experiencias anteriores en Udine, Würzburgo y Vicenza, se halla en el techo del Salón del Trono, donde, en esa misma línea propagandística, representó La Glorificación de la Monarquía Española (1764-67). En él desarrolló toda una desbordante representación de imágenes alegóricas, grandiosas y a la vez delicadas, apoteosis de belleza y colores apastelados, en medio de celajes etéreos y rutilantes. Sin duda, no sólo fue ésta la última gran obra de Tiépolo, sino también el canto del cisne del decorativismo tardobarroco y rococó.
En los últimos años de su vida recibió el encargo real de pintar siete lienzos de altar para el convento de franciscanos descalzos de San Pascual de Aranjuez (1767-69), de entre los que destaca por su pletórica belleza la Inmaculada que hoy guarda El Prado, cenit de la imagen religiosa, a la vez devota y delicada, representada por el rococó. Estos cuadros serían retirados de sus altares unos años después de la muerte de Tiépolo, acaecida en Madrid en 1770, por las presiones del rigorista y mengsiano Padre Eleta, confesor del rey Carlos III, y sustituidos por otros de pintores españoles dentro de la sensibilidad clasicista. Era el último episodio de animadversión hacia el gran maestro veneciano y hacia lo que había significado en la pintura europea de mediados del siglo XVIII.